sábado, 13 de agosto de 2011

Cartas a mi mujer sobre la pornografia



Libro publicado por primer vez en 1972, dl doctor Fernando Ftizmaurice de editorail Posada, S.A. donde aborda el escabroso tema de la pornografía (aún a la fecha) y su contexto político-social, a través de cartas que el escribe a su mujer sobre su viaje a Suecia en los setentas. Transcribí un pequeño capítulo...

...Noviembre 16,1971
Hamburgo, Alemania Oriental.




...Según sostiene, la Biblia y los primeros padres de la Iglesia, hablaron de un sinnúmero de cosas y mantuvieron un gran número de posiciones diferentes. En ellos puede encontrarse casi cualquier cosa y cualquier posición, por supuesto si se sabe buscar. Y tanto da que se trate de un escrito a favor la homosexualidad, como de uno favoreciendo al incesto. Todo esto puede encontrarse en alguno de los escritos de los primeros padres de la Iglesia o, incluso en la propia Biblia.


Según Jos el caso es que a partir del siglo XVI hubo una serie de razones económicas y mercantiles que empezaron a cambiar el panorama que había hasta entonces. Y sobre todo el panorama moral. Al parecer al principio de ese siglo todavía existían creencias morales distintas, que se consideraba moralmente aceptable para los nobles, no era lo mismo que creían los campesinos ni, tampoco, lo que creían los burgueses, o sea los comerciantes de las ciudades –que en aquel entonces eran también industriales en muy modesta escala.


Entre los nobles se consideraba que la mujer debía llegar virgen al matrimonio, per una vez casada, a menos que quisiera su marido, no se creía que tuviera la obligación, ni de serle fiel, ni de hacer vida conyugal con él. En muchos casos, sobre todo cuando se trataba de la alta nobleza, la obligación de fidelidad llegaba hasta el primer hijo, pero una vez que había tenido descendencia, sus obligaciones conyugales terminaban –a menos, como te digo, de que estuviera enamorada de su marido. Los hombres de la nobleza, por su parte, no debían permanecer vírgenes y una vez que llegaban a la adolescencia, se esperaba de ellos que tuvieran no uno, sino cuantos romances les fuera posible. Para ellos estaban las campesinas y las burguesas y también, por qué no, las mujeres de la nobleza que habían ya cumplido con sus deberes conyugales.


No estoy diciéndote, al hacerte este relato, que crea yo que tal forma de vida estuviera bien sino, exclusivamente, relatándote lo que creían los hombres y mujeres de la nobleza a principios del siglo XVI. Así, por ejemplo, se creía que era imperativo que un hombre de la alta nobleza, una vez que había tenido descendencia con su mujer legítima, tuviera alguna o varias amantes a las que mantenía con largueza. Se sabe de reyes que siguieron la costumbre y que tuvieron amantes tanto o más poderosas que la propia reina.


Frente a estas creencias morales estaban las que imperaban entre los campesinos y entre los burgueses. Entre los primeros había una costumbre que todavía sigue en muchas zonas fundamentalmente rurales. No se creía, entre ellos, que la mujer debía llegar virgen al matrimonio, sino incluso lo contrario: lo ideal era que llegase embarazada. Esta creencia es muy fácil de explicar: entre los campesinos una mujer fecunda es muy valiosa, ya que, entre otras cosas, va a dar hijos que servirán para cultivar y trabajar los campos. Una mujer estéril, en cambio, es una carga que representa un gasto incosteable. La costumbre, así pues, era que las muchachas campesinas tuvieran relaciones con sus novios antes del matrimonio y que éste llegara a consumarse sólo cuando la chica estaba embarazada. De esta manera se sabía, desde antes, que se tratada de una mujer fecunda, que no constituiría una carga para el marido.

Entre los campesinos, por otra parte, no había ninguna vergüenza ni ningún temor a la desnudez. Jos citó numerosos ejemplos de obras en las que se habla de cómo algún caballero se encuentra a una muchacha campesina bañándose desnuda en un río, o de cómo hablaban de su cuerpo con una tranquilidad que hoy hemos perdido. Sergio recordó varios cuadros y dibujos de los siglos XV y XVI, entre los cuales los de Durero quizá sean más reconocidos, que representan a muchachas bañándose desnudas con toda tranquilidad o que han sido representadas en el momento de vestirse. Jos, señaló también, que había muchas estampas en las que se veía, en la plaza pública, a hombres y mujeres acariciándose a la vista de todo mundo –y por supuesto de los niños.


Este asunto es interesante, ya que nos informa sobre el origen de la pornografía: al parecer hasta el siglo XVI no se vinculó la desnudez con el sentido erótico. Así la amante de Voltaire –según dijo Jos- se bañaba desnuda con toda tranquilidad en presencia de su criado. Para ella, dada la división de las clases sociales, el criado que le llevaba el agua no era un hombre, era solo un sirviente. Para él sucedía más o menos lo mismo: era una mujer que estaba fuera de su mundo que no podía verla como una mujer. Lo importante es que en ese entonces nadie hubiera dicho que un desnudo era pornográfico, ya que la desnudez tenía un sentido no sexual. No es sino hasta principios del siglo XVII que la desnudez, sobre todo la femenina, empieza a tener un carácter erótico. Esta tendencia va aumentándose y haciéndose cada vez más rígida, hasta que en el siglo XIX y principios del XX -¿recuerdas las ropas de playa que tenían que usar las mujeres a principios de siglo?- estaba literalmente prohibido que un joven o una muchacha se vieran desnudos a si mismos. En los colegios franceses para señoritas, de 1850 hasta antes de la segunda guerra mundial, se las obligaba a que se pusieran sus ropas de noche con tal arte que no llegaran a estar desnudas jamás: tenían que aprender una curiosa forma de contorsionismo para ir poniéndose las ropas de dormir por debajo de las que llevaban puestas durante el día.


Pero con esto ya me desvié del tema más importante. Te decía que a principios del siglo XV había varias “morales”. Según Jos esto mismo ocurrió en todas las épocas anteriores. A mediados del siglo XVI, sin embargo, empezaron a tener lugar algunos cambios importantes. De todos ellos el más decisivo fue el de que los burgueses empezaron a enriquecerse cada vez más. El comercio, a la larga, resultó ser un negocio mucho más fructífero que la agricultura o la minería. Y al enriquecerse empezaron a comprar tierras y, con el tiempo, a crear industrias y fábricas. Este poder económico acabó por traducirse en poder político: la Revolución Francesa de 1789, o sea dos siglos y medio después de que la burguesía empezó a ascender, represento su más acabado triunfo político: le quitaron el poder a la nobleza.


Los cambios políticos y económicos, según nos dijo Jos, trajeron también cambios morales. La burguesía empezó lentamente a imponerle a las otras clases sociales sus conceptos morales –conceptos que, en general, son los que hoy integran lo que se llama “buena moral!. Las mujeres eran consideradas como una “propiedad” más del burgués y querían, como ahora lo pedimos de un coche nuevo, que nadie las hubiera tocado. La virginidad, la castidad y una dote jugosa eran características imprescindibles para que una muchacha lograra contraer matrimonio. Su papel en el hogar, a diferencia de lo que sucedía en otras clases sociales, era un papel pasivo, ya que no era un objeto de lujo –como las mujeres de los nobles- ni tampoco parte de un proceso productivo –como las mujeres campesinas. Su papel, aunque sea brutal ponerlo de esta manera, se redujo al de una criada con numerosas obligaciones y casi ningún derecho: el marido era la única y exclusiva fuente de ingresos. Era él, jamás ella, quién tenía que conseguir dinero y mantener a la mujer en casa. Era él, en la casa, la única fuente de poder: la mujer tenía que plegarse a sus deseos, aprender a ser mansa, obediente, sumisa, abnegada. Tenía que ser educada para un negocio: el matrimonio, y aprender que una vez que lo había hecho tenía que conformarse con lo que hubiera obtenido. Si el marido era flojo, o mujeriego o parrandero, era algo que la mujer tenía que aprender a aceptar. Eso era lo que le había tocado.

Concebir al matrimonio como un negocio implica concebir a los seres humanos como cosas, como bienes de cambio. Un hombre, por supuesto, era más valioso mientras más rico. Una mujer era más valiosa mientras mas bonita, más sumisa y estaba mejor amaestrada a aceptar su papel de sierva. En este terreno, y dada esta concepción, su virginidad era parte de su capital; era algo que debía conservar intocado si quería contraer matrimonio. Era casi su seguro de vida.
Esta moral brutal y utilitaria fue ganando terreno a la vez que la burguesía fue imponiéndose a las demás clases sociales. A mediados del siglo XVIII era ya la única moral aceptable. A lo largo del siglo XIX tomó carta de naturaleza en todos los órdenes de la vida social. Cuando en alguna región campesina se seguían practicando las costumbres de antaño, se los llamaba salvajes y primitivos. Los educadores y moralistas estaban convencidos que esa era la única moral aceptable y que quien careciera de ella “vivía como una animal”.

La Iglesia Católica, siempre aliada al más fuerte, pronto hizo eco a todas las pretensiones moralizantes de la burguesía. Y no solo las suscribió, sino que empezó a hurgar entre sus vastos archivos y exhumó aquellos documentos que mostraban que esa era la moral que siempre había bendecido. La moral burguesa pronto se convirtió en la moral de la iglesia y atacar esa moral fue tanto como atacar a la propia iglesia.


Han habido muchos historiadores, nos decía Jos, que creyeron en el cuento y, así, suelen atribuirle a la Iglesia Católica la mayor parte de las ideas morales que reinan hoy en día. El verdadero origen, sin embargo, ha de verse en el triunfo económico y político de la burguesía. Y lo curioso es que la propia burguesía, en su desarrollo económico, ha terminado por dar origen a una moral distinta.

Las mujeres no formaban parte del proceso productivo. Eran, por así decirlo, seres humanos de segunda. Al iniciarse el proceso industrial y requerirse mano de obra barata ¿qué mejor que la de la mujer? Era posible pagarle poco y mantenerla, como aún sucede hoy en día, en posiciones menores. Todavía hoy, a pesar de que estamos a doscientos cincuenta años de haberse iniciado la revolución industrial, las mujeres –quizá con excepción de las estrellas de cine- solo efectúan tareas para las que hace falta muy poco talento y una casi nula preparación: son meseras, vendedoras y secretarias. Su tarea principal todavía consiste, por desgracia, en traerle el café al jefe.

Pero aunque ganen bien poco y, en lo general se las explote, son ya dueñas de un ingreso y , en algunos casos, son totalmente independientes. Pueden mantenerse a sí mismas y este hecho las está obligando a darse cuenta que en ningún sentido son seres inferiores, la mujer que trabaja no está ya dispuesta simplemente a ser la sirvienta de su marido. Quiere, y con toda razón, vivit con él en plan de igualdad, participando en los problemas, en el esfuerzo y en las decisiones.
Este cambio, resultado de la participación de la mujer en el desarrollo económico, ha hecho que los valores tradicionales “de cambio” se alteren. Claro que sigue “valiendo” más una mujer guapa, y muchos hombres todavía no están dispuestos al matrimonio a menos de que sea con una mujer virgen, pero las ideas tradicionales de sumisión, respeto irrestricto al marido como si fuera rey, y el permitir que las traten como sirvientas, son cosas que ya no aceptan.

La lucha de la mujer por su liberación tiene todavía mucho camino que recorrer -nos dijo Jos-, y aun le faltan, por desgracia, muchos sufrimientos que vivir. Lo importante es advertir, desde ahora, que el proceso es ya irreversible: la mujer ha decidido transformarse en un ser humano pleno. Este proceso no puede ya cambiarse. No podrá detenerse ni siquiera impidiendo que la mujer trabajara. Ya hemos dado demasiado pasos en este camino y ahora tendremos que recorrerlo hasta el final.


¿Qué saldrá de esto? No lo sé…